Los curas tuvieron el monopolio de los casamientos hasta que hace 122 años se instauró el matrimonio civil, que buscaba incluir a una minoría: los inmigrantes de otra religión o de ninguna. La Iglesia decía que era “el fin de la familia”, que atentaba contra el orden natural y que habría “resultados funestos” en la sociedad.
Por Emilio Ruchansky
No eran homosexuales y lesbianas a quienes se pretendía incluir en el Código Civil en 1888, cuando se debatió la reforma de la legislación para instaurar el matrimonio civil en la Argentina. Eran miles de inmigrantes los principales beneficiarios, que por no haber en el país sacerdotes de su culto o no profesar una religión, como explicaba el entonces presidente Miguel Juárez Celman, se veían “en la dura alternativa de traicionar su conciencia o de privarse del derecho de formar un hogar amparado por las leyes”. Al igual que en estos días, la discusión en el Senado pasaba por igualar los derechos de una minoría y la Iglesia veía la reforma como una amenaza a la familia y una violación a “la ley de Dios”, tal como repitió el arzobispo porteño Jorge Bergoglio 122 años después de la aprobación del matrimonio civil.
El Código Civil había sido redactado por Dalmacio Vélez Sársfield e instituido en 1869. En lo que respecta al matrimonio y las relaciones familiares, ese texto sólo se limitaba a convalidar jurídicamente el código canónico. El hombre, apunta Susana Torrado en su libro Historia de la familia en la Argentina moderna, seguía siendo “el jefe indiscutido”, y la mujer, sin permiso de su marido, no podía ejercer públicamente alguna profesión “o comprar al contado o al fiado objetos destinados al consumo ordinario de la familia”, por ejemplo.
El matrimonio seguía, por este código, siendo religioso, y debía ser celebrado según los preceptos de la Iglesia Católica. Además, agrega Torrado, “se excluye el matrimonio meramente civil, incluso para contrayentes que no fueran de la fe católica, los que debían casarse según las leyes y los ritos de la iglesia a la que pertenecieran”. Si no profesaban religión alguna, no había forma de que pudieran casarse. En 1880, en pleno modelo agroexportador y cuando gobernar era poblar (por eso no es casualidad la iniciativa de Juárez Celman: el plan era atraer a los ingleses, que eran protestantes), la Iglesia manejaba la educación y registraba nacimientos, casamientos y defunciones.
Tras luchar y perder en 1886 frente al proyecto sarmientino de una educación pública, gratuita y laica, la Iglesia comenzó una campaña contra la instauración del matrimonio civil, que no impedía ni impide que los cónyuges se casen luego según el rito religioso. Todavía no había empezado la discusión en el Senado, cuando el arzobispo porteño, Federico Aneiros, envió una carta de advertencia que se leyó en el recinto y consta en el diario de sesiones. “¿Con qué derecho puede hacerse a un lado la legislación divina, cristiana y canónica en cuanto al matrimonio?”, protestaba el arzobispo, que en el mismo párrafo aseguraba: “La ley divina o canónica nos rige con posesión completa desde el primer día de nuestra civilización”.
Para Aneiros, el proyecto violaba “la ley natural” porque, entre otras cláusulas, establecía edades mínimas para casarse: 12 para la mujer, 14 para el hombre. “Para aquella violación se da por causa la libertad más amplia de conciencia ¿y de quiénes?, de los inmigrantes; pero, ¿es justo que por éstos, por muchos que sean, haya que amoldarse la inmensa multitud de los habitantes del país? ¿Y esos inmigrantes, casi todos no son católicos?”, escribió el arzobispo porteño. Este pensamiento, casi calcado, es el que ahora difunde por ejemplo Antonio Marino, el obispo auxiliar de La Plata, quien entiende que “el derecho a casarse no es un derecho universal”.
Hasta 1888, la ley debía sostener el culto católico y la cúpula eclesiástica no ocultaba su temor de que el matrimonio civil la perjudicara, según Aneiros, “incitando, facilitando y tentando a todos a prescindir de la Iglesia para casarse, habiendo tantos tan fáciles de caer en esa tentación”. El obispo de Córdoba, Fray Reginaldo, también envió una carta al Senado “suplicando” para “bien de la patria y la religión” que no se apruebe el matrimonio civil, que “produciría otros resultados funestos a la sociedad argentina”. Para Reginaldo, las leyes eclesiásticas sobre el matrimonio satisfacían “todas las necesidades del pueblo argentino”.
El 23 de junio pasado, el obispo de San Justo, Baldomero Carlos Martini, y su auxiliar, Damián Santiago Bitar, imitaron a sus antecesores y enviaron una carta al presidente del Senado, Julio Cobos. Nuevamente el objetivo era desestimar los derechos de las minorías. “Se adujo que no podrían coartarse los afectos de dichas ‘minorías sexuales’ –escribieron–. En realidad, todos los afectos quedan al margen del derecho y de las leyes. Si los afectos tuvieran alguna relevancia jurídica, debería haber un registro público de amigos, ya que se trata del afecto más universal y abarcativo en la vida de toda persona humana.”
Como ahora, en 1888 también se juntaron firmas para frenar el tratamiento de la ley. El 9 de septiembre de ese año, según recopila Torrado en su libro, en La Prensa apareció una noticia breve que indicaba: “El cura del partido (de General Alvear) declaró el último Domingo, escomulgado á todo el que, estando presente en la misa, no firmase la petición al Congreso en contra del matrimonio civil. Sin embargo, a escepción de unas once viejas y veintidós chicos de escuela, nadie quiso firmar” (sic).
Hace unas semanas, alrededor de 400 mil familias de alumnos de colegios católicos y parroquiales bonaerenses recibieron por mail o en el cuaderno de comunicaciones una “invitación” a firmar una declaración contra el matrimonio entre personas del mismo sexo. En Jujuy, el abogado Fernando Bóveda pidió al obispo local que excomulgue a los diputados y senadores nacionales de esa provincia que hubieran votado o vayan a votar a favor del ley, “dado que a los nombrados se les debe exigir un mayor compromiso con los principios cristianos”.
El tema de fondo era, como ahora, la ampliación de derechos. Cuando el presidente Juárez Celman ingresó el proyecto en el recinto, mandó la siguiente nota: “Las leyes que reglamenten el matrimonio deben inspirarse en el mismo espíritu liberal de la Constitución, para que sea una verdad la promesa de ‘asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino’”. Incluso insistió en que un contrato “de tanta trascendencia” no debía entregarse “a los ritos de las diversas religiones que existan en la República; tanto más, cuanto que muchos de sus habitantes no profesan culto externo alguno”.
Para rechazar estos argumentos, el obispo Aneiros aseguró sobre los inmigrantes que no profesaban una religión: “Aquellos seres, tan raros, también pueden casarse, no obstante su infidelidad, pues no es éste un impedimento indispensable”. Es decir, Aneiros no consideraba que se violentara a una pareja al obligarla a casarse por Iglesia si quería contraer matrimonio. Así negaba lo que Juárez Celman reclamaba respetar: “la libertad de conciencia, la hermosa conquista de la civilización”.
Claro que, como se puede leer en el diario de sesiones, el matrimonio civil no era sólo un reclamo de los inmigrantes (aunque resultaba conveniente a muchos criollos que así se creyera). El senador Aristóbulo del Valle mencionó la historia del casamiento de Gretnagreen, que tiene paralelismo con lo ocurrido en Tierra del Fuego, lugar al que tuvieron que viajar Alex Freyre y José María Di Bello para convertirse en el primer matrimonio homosexual de América latina.
Resulta que en Gretnagreen, Escocia, cualquier pareja heterosexual podía casarse mientras existiera consentimiento de las partes, más allá de la religión. Muchos lo hacían en la casa de un herrero que vivía cerca de la frontera donde se guardaba un registro de matrimonios. “Llegó un momento en el que el presidente del consejo, el canciller de la Monarquía y el lord guardasellos de Inglaterra eran casados en Gretnagreen”, contó el senador. En Argentina, dio fe Del Valle, los matrimonios entre “niñas disidentes y caballeros católicos se celebran en Montevideo o Colonia”. En medio de estos debates de la primacía religiosa sobre la vida civil también se escondía un problema económico. La Iglesia cobraba, y cobra aún, para realizar la ceremonia religiosa del casamiento. Y el tema fue mencionado por el ultracatólico Manuel Pizarro en la sesión del 1º de septiembre de 1888. “Se dice que los curas no casan a muchos porque esos muchos son pobres”, advirtió el senador santafesino. Y enseguida encontró la forma de enmendar esta injusticia divina, con tal de no aprobar el matrimonio civil: “Pongámosles un sueldo a los curas, y entonces el pueblo no será explotado, se casarán todos sin dificultades de ningún género”.
La Iglesia posee un discurso condicionado por un dogma. Por un paradigma que pide a gritos no extinguirse y que, en realidad, puede seguir tan vigente en tanto y en cuanto la gente lo acepte y lo practique.
Para mí, el matrimonio es la unión afectiva entre dos personas adultas y en su sano juicio cuya intención es asegurarse los derechos que el matrimonio otorga respecto del patrimonio de ambos y herencia en caso de pérdida física.
La unión civil no contempla al amor como motivador de la unión.
El matrimonio no es una palabra religiosa ni tampoco el estado laico debe ajustarse a las disposiciones dogmáticas de un credo. Ahora bien, si el matrimonio religioso se consustancia en un lugar sagrado para sus fieles y por ello exigen que sean hombre y mujer, estará en las conciencias de ese credo el prescindir de las demás formas de amor genuino que existen en el mundo.
Separemos el poder del clero del Estado. Ningún credo debe imponer su dogma en los ordenamientos de la sociedad civil, la cual debe contemplar a todas las personas, asegurando, a su vez, que las minorías sean respetadas y valoradas.
Por esta última razón, no tenemos, gracias a la razón, un estado teocrático.
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