TODAS LAS PRUEBAS.
A esta altura del conocimiento científico a que hemos arribado hoy día, parecería hasta una perogrullada insistir acerca de la realidad de la evolución de las especies con el fin de rebatir al viejo y caduco fijismo creacionista.
Pareciera ser intempestivo insistir sobre algo tan axiomático, si no fuera porque en algunos medios religiosos se trata aún de reflotar esta última posición mediante una crítica a lo que se denomina simplemente como “teoría evolucionista” con el fin de minimizar una realidad.
Refutar la evolución de las especies equivale a negar la redondez de la Tierra, la forma de la Luna y características de su superficie visible y oculta, o pretender ignorar el mecanismo meiótico de la reproducción celular o el de la transmisión de la malaria y otras enfermedades graves, por ejemplo. Sin embargo, con obstinación manifiesta, en ciertos ambientes religiosos, se insiste en la minimización del fenómeno descubierto denominándolo “postura evolucionista”, como si cupiera alguna otra postura ante un hecho demostrado por medio de múltiples vías, comparable a la certeza que existe acerca de la composición de una nebulosa espiral o de que nuestro sol es una estrella más del conjunto en la galaxia a la que pertenecemos.
Dicha oposición se torna más acentuada cuando se trata del tema de la aparición del hombre sobre el planeta Tierra.
El hallazgo de fósiles humanos en la corteza terrestre fue el primer toque de atención para los biólogos, pero pronto surgió una explicación satisfactoria anclada en el mito bíblico del “diluvio universal” narrado por sumerios e israelitas, tenido por una verdad incontrovertible hasta que la “non sancta” ciencia dijo: ¡NO! se trata sólo de un mito. Más para los tozudos teólogos creacionistas, los fósiles hallados por doquier, no podían ser otra cosa que restos de los animales ahogados durante el bíblico gran cataclismo diluviano supuestamente ocurrido a nivel planetario. (Acotación al margen: los rastros de su presunto alcance global jamás han sido encontrados).
Pero pronto esa interpretación fue desmentida cuando un estudio detallado de las capas geológicas con sus contenidos fósiles, superpuestas en orden cronológico, arrojó resultados coherentes.
Las capas geológicas resultaron ser un verdadero libro abierto que hablaba a las claras.
En orden de antigüedad aparecían primero las formas más simples, como trilobites braquiópodos, etc., luego los peces, después los anfibios, más adelante los reptiles, a continuación aves y mamíferos, y por último el hombre junto con elefantes, caballos, camellos, asnos, cerdos y otras formas zoológicas, y esto después de unos “cuantos añitos más” de la existencia de nuestro querido (para muchos malquerido) planeta. Todo en un orden ascendente tan notorio, tan lógico, tan constante en todas las regiones del globo, que la única explicación plausible era que la fauna había experimentado una larga transformación evolutiva a lo largo de millones de años incluido el autoclasificado como Homo sapiens.
Esta comprobación se reforzó con el hallazgo de fósiles de origen vegetal, de los que se deduce que también estas formas de vida han seguido una secuencia evolutiva semejante a la de la fauna salvo su falta de neuronas y sistema nervioso (con excepción de las plantas sensitivas como la Mimosa púdica que cultivo en mi jardín cuyos folios se marchitan al contacto de nuestras manos), notable sobre todo en la complejización de sus mecanismos reproductores.
Sin embargo, esta clara interpretación de los hallazgos fósiles datados según la antigüedad de las sucesivas capas geológicas que los contienen, productos de la sedimentación, fue larga y tenazmente resistida por aquellos que permanecían anclados en la posición creacionista fixista.
A lo largo de muchos siglos se ha creído en la fijeza de las formas vivientes según su género, para que de pronto se aceptara de buenas a primeras, lo contrario.
Se recomendaba cautela tanto en las observaciones como en las interpretaciones. Se advertía sobre apresuramientos en las explicaciones, pero a pesar de todo, en las capas geológicas primitivas, como las pertenecientes al ordoviciense, se hallaron fósiles de peces, corales, trilobites y moluscos, pero no de anfibios, que aparecen en el devónico, como tampoco hay rastros de reptiles ni aves. En el triásico existen los primeros dinosaurios, pterosaurios (reptiles voladores), pero no se hallan más los anfibios primitivos, ni hay señales aún de aves y mamíferos ponedores de huevos (como el ornitorrinco de nuestros días). En el Cretácico aparecen las primeras aves modernas. En el paleoceno ya no se hallan los dinosaurios ni las múltiples formas vivientes del pasado. En el Oligoceno hay ascensión de los antropoides precursores del hombre y así sucesivamente.
Cada periodo significa varios millones de años de lentos cambios para la adaptación de nuevas formas vivientes, como residuos que quedan entre un astronómico número de pruebas al azar; de continuas extinciones en todas las ramas filogenéticas sin que dios poderoso alguno tomara riendas en el asunto.
En varias oportunidades fueron hallados fósiles considerados modernos en capas que se hallaban más abajo que aquellas que contenían fósiles más antiguos y viceversa. Pero esto es debido a las inversiones de las capas geológicas durante el largo proceso de los plegamientos orogénicos. Cuando se pliega el terreno y se forman cordones montañosos, algunos plegamientos suelen “recostarse”, y aparecen entonces capas modernas por debajo de las antiguas, que afloran luego por causa de la erosión y dan la impresión de ser antiguas. Pero un análisis especializado del terreno basta para poner en evidencia el hecho de la inversión.
Así también por causa de los plegamientos orogénicos, por efectos de la erosión pueden aparecer restos fósiles de antiguos lechos marinos en las crestas montañosas.
No obstante esta evidencia paleogeológica, para quedar bien con la Biblia, se han intentado esgrimir múltiples argumentos a favor de la fijeza de las especies vivientes, como el de la inseguridad del método de datación de las capas geológicas basado en el carbono l4. Pero lo cierto, lo irrefutable, es que en orden a la aparición de formas vivientes nuevas, donde hay peces primitivos, no se encuentran anfibios, reptiles, aves ni mamíferos; donde aparecen peces evolucionados y anfibios, aún no hay rastros de reptiles, aves y mamíferos y así sucesivamente y este detalle no lo puede resolver a su favor el fixismo creacionista.
La paleontología es sin duda una de las fuentes fidedignas para constatar la evolución, y la ayuda que ha recibido de ciencias tales como la genética, la embriología, la serología y la anatomía comparada, por ejemplo, ha sido confirmativa dando un serio mentís a todos los creacionistas que sostenían una creación en 6 días ejecutado por un cierto prodigioso mago celestial.
El ciego mecanismo de las mutaciones genéticas al azar en los núcleos de las células gonadales que se producen continuamente en todos los seres vivientes y alteran la descendencia, explican a las mil maravillas las causas de la complejización de los organismos y no por intervención de algún dios fabricante de formas vivientes como lo inventaron los nescientes de lejanos tiempos.
Un millón de mutaciones genéticas puede significar un millón de extinciones si los cambios obrados en la descendencia son deletéreos y cortan dicha descendencia.
Entre dos millones de cambios mutacionales, por ejemplo, puede que uno de ellos signifique por azar cierta ventaja para los descendientes, pues estos quedan mejor dotados para enfrentarse a un medio determinado.
Pero la cosa no es tan simple. Generalmente los genes mutados negativos, que son casi el ciento por ciento, se acumulan, y llegan a ser letales sólo cuando se manifiestan en un carácter neopatológico o anómalo que torna inepto al individuo descendiente (ausencia de respuesta inmunológica a los agentes patógenos, visión o audición deficiente, etc.).
A su vez, los genes mutados que ofrecen ventajas a la descendencia, que son infinitamente menos, también se pueden acumular para entonces manifestarse provechosamente.
Este mecanismo azaroso, producto del choque de una partícula energética ciega, con moléculas-códigos de ADN, explica de un modo tan racional, lógico y claro la presencia de la variedad de formas vivientes de la flora y fauna actuales, que no cabe otra explicación, y ¡adiós creación por parte de un dios que antes “vivía” solo y decidió algún día acompañarse del globo terráqueo, su gente, los animalitos y vegetales!
Finalmente, en apoyo de la paleontología y la genética, tenemos por ejemplo la embriología. Durante el desarrollo del embrión de un ave o de un mamífero, por ejemplo, incluido por supuesto el hombre, es posible seguir paso a paso las sucesivas etapas evolutivas por las que atravesaron los primitivos seres vivientes.
Así es como el embrión humano se parece en cierta etapa de su desarrollo a un pez o renacuajo con hendiduras branquiales y cola, y sucesivamente y por comparación a un embrión de reptil, de ave y de mamífero en las etapas siguientes.
Por último debemos agregar que son clásicas las pruebas serológicas entre distintos animales de la escala zoológica. Así la sangre humana que se mezcla con la de un chimpancé, ofrece una reacción menos violenta que si se mezcla con la sangre de un perro, por ejemplo.
Los órganos residuales, como nuestras “muelas de juicio”, el apéndice cecal, los músculos encargados de mover las orejas, el vello del cuerpo, además de las soldaduras y fusión de las piezas óseas múltiples que se encuentran en el esqueleto de los peces, en animales superiores a estos como los anfibios y reptiles y más aun en aves y mamíferos, son otras tantas pruebas provenientes de la anatomía comparada que se suman a las serológicas y demás para confirmar el hecho de la transformación evolutiva a “años luz” de una pretendida creación del universo entero y sus seres vivientes en la Tierra, en el breve tiempo bíblico, en un escrito que en tiempos pasados servía de guía inequívoca para los “hombres de ciencia” de antaño: El antiguo testamento.
En definitiva,
ante la luz que la Ciencia Experimental encendió para explicar el origen de las especies vivientes, hay que descartar definitivamente el fijismo creacionista. La posición de la fijeza de las especies vivientes como creaciones subitáneas queda entonces desvirtuada y un dios creador volando o navegando entre los planetas, estrellas, galaxias y metagalaxias queda reducido a la nada, y su reemplazo por otra creación, esta vez gradual, denominada evolución de las especies vivientes queda afirmada sin necesidad alguna de un demiurgo, por cuando la famosa en occidente teología, con veleidades de ser una ciencia, resulta ser a todas luces, tan sólo una mera
pseudociencia.
Ladislao Vadas, para Tribuna de Periodistas.