“No me importa saber si un animal puede razonar. Sólo sé que es capaz
de sufrir y por ello lo considero mi prójimo.” Albert Schweitzer
Hay una “regla de oro” que ha
atravesado el manual de supervivencia de todas las culturas a lo largo de la
historia de la humanidad, léase a través de la religión, de la educación o de
cualquier otra forma de transmisión de conocimientos. “No hagas lo que no quieres que te hagan” o, su versión proactiva, “haz lo quieres que hagan contigo”. Este
precepto moral requiere de una capacidad de abstracción mínima que puede, y
debe, complementarse con una herramienta que algunas personas usan más que
otras: la empatía.
La empatía puede describirse, de
manera sencilla, como la capacidad cognitiva, es decir, sensorial, de percibir
en un mismo espacio lo que otro individuo siente. Asimismo, empatizar significa
sentir que uno participa afectivamente en el entorno de otro ser, comprender
que lo afecta. Es así que podemos entender a la empatía como una característica
o una cualidad animal (sí, hay estudios que demuestran capacidad de empatía en
otros animales no humanos) que nos permite saber qué le sucede a los demás
individuos que conviven en un mismo espacio, y aquí voy a ser generoso y voy a
llevarlo a la comprensión total de un ecosistema único llamado La Tierra.
Porque en definitiva sólo tenemos una casa y es aquí, en el pequeño y pálido
punto azul como lo describiera Carl
Sagan, donde transcurre nuestra vida y la de los demás seres vivos que
interactúan con los seres humanos hace miles de miles de años.
Han habido culturas que han
interpretado muy bien esta capacidad fundamental para ejercer la regla de oro y
han sabido extender el círculo de compasión a los demás animales que le han
servido para tantos usos aparte de alimento, solamente apelando a la mención
acerca de la capacidad de sentir que poseen todos y cada uno de los animales
sobre la Tierra. Y allí es donde la sabiduría aparece como un justo regulador
de los espacios vitales logrando que los instintos más desagradables, en forma
de maltrato o ensañamiento aberrante para con los animales, no solamente los
humanos, fueran deplorados o incluso, castigados con dureza. Hay una frase que
sintetiza esta diferencia y fue pronunciada por el máximo exponente de la no
violencia, Mahatma Ghandi: "Un país, una civilización, se
puede juzgar por la forma en que trata a sus animales.”
Puede resultar secundario
atender estas cuestiones pero si así lo hiciésemos estaríamos cayendo en un
fatal error. Los comportamientos y prácticas que el hombre adquiere se basan en
la costumbre y en la repetición de conductas por imitación. Educar a nuestros
niños y jóvenes en la defensa de los derechos animales humanos y no humanos nos
permitirán extender ese círculo de compasión que nos otorgará la posibilidad de
eliminar la violencia implícita en cualquier ámbito de nuestra sociedad.
Sólo basta con ver en lo que se han convertido hoy las prácticas de matanza y producción a escala de las factorías de la muerte que resultan los mataderos y granjas de animales. Asomar la nariz y ver cómo el hombre aniquila y maltrata a sus “hermanos menores”, resulta tan violento como perturbador. Tampoco puede escapársenos el estado en que se encuentran cientos de miles de animales abandonados en las calles de cualquier ciudad. Todos ellos provienen de la desidia estatal donde la prevención y la esterilización animal no ejercida sistemáticamente, así como también del abandono más cruel por parte de personas que no están capacitadas para asumir la responsabilidad de una tenencia y hacen de sus mascotas un producto comercial de descarte eventual.
Mucho menos podríamos entender cómo una “fiesta brava” tiene como eje central el fatídico proceso de tortura y destrucción física de un toro para goce de una turba fanatizada que sostiene su práctica en una excusa cultural, o el uso de pieles como vestimenta que denota un status económico que se encuentra diametralmente opuesto al status empático, puesto que conocer cómo se despelleja, o cría, a las criaturas que “ceden” sus pieles es igualmente violento. Podría poner cientos de ejemplos de la industria cosmética, farmacéutica, gastronómica, etc., que insisten en mostrarnos anestesiados empáticamente, pero ya resulta suficiente, si es que al momento han imaginado alguno de estos eventos que ocurren cotidianamente en nuestra casa, la Tierra.
Sólo basta con ver en lo que se han convertido hoy las prácticas de matanza y producción a escala de las factorías de la muerte que resultan los mataderos y granjas de animales. Asomar la nariz y ver cómo el hombre aniquila y maltrata a sus “hermanos menores”, resulta tan violento como perturbador. Tampoco puede escapársenos el estado en que se encuentran cientos de miles de animales abandonados en las calles de cualquier ciudad. Todos ellos provienen de la desidia estatal donde la prevención y la esterilización animal no ejercida sistemáticamente, así como también del abandono más cruel por parte de personas que no están capacitadas para asumir la responsabilidad de una tenencia y hacen de sus mascotas un producto comercial de descarte eventual.
Mucho menos podríamos entender cómo una “fiesta brava” tiene como eje central el fatídico proceso de tortura y destrucción física de un toro para goce de una turba fanatizada que sostiene su práctica en una excusa cultural, o el uso de pieles como vestimenta que denota un status económico que se encuentra diametralmente opuesto al status empático, puesto que conocer cómo se despelleja, o cría, a las criaturas que “ceden” sus pieles es igualmente violento. Podría poner cientos de ejemplos de la industria cosmética, farmacéutica, gastronómica, etc., que insisten en mostrarnos anestesiados empáticamente, pero ya resulta suficiente, si es que al momento han imaginado alguno de estos eventos que ocurren cotidianamente en nuestra casa, la Tierra.
Estamos en un proceso permanente de evolución y cambio que nos concede la
posibilidad de evaluar nuestras carencias y proponer mejoras en nuestro sistema
ético que nos permita acercarnos a la Ilustración que describía Immanuel Kant como “la liberación del hombre de su culpable incapacidad”, entendida
como la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otro, y “no por falta de inteligencia sino de
decisión y valor para servirse por sí mismo de ella sin la tutela de
otro. ¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de
tu propia razón!: he aquí el lema de la ilustración.” Es este
último estadio donde el hombre podrá prescindir de la violencia para dirimir
sus controversias y llegar a acuerdos pacíficos y entendimientos que le
permitan coexistir sin necesidad de eliminar al otro, a la vez que pueda
comprender que todo animal que siente, aunque no razone con la misma capacidad,
es poseedor de los mismos derechos. No hay otra forma más contundente de
alcanzar este convencimiento que mirando a los ojos de nuestro prójimo animal y
contemplar en él, el temor, el dolor o incluso, el amor.
Me gustaría que puedan mirar a
los ojos a cualquier animal que tengan cerca, incluso humano e intenten hacer
el ejercicio de ponerse en los pies, o patas del otro, sin importar la cantidad
de pelos, plumas o escamas que tengan. Es el principio de un cambio que no
tiene vuelta atrás, puesto que como decía Anatole
France: "Hasta que no hayas
amado a un animal, parte de tu alma estará dormida." Despierta esa
parte de tu alma que te permitirá extender tu círculo de compasión al resto de
los animales y darles la posibilidad de dotarlos de derechos. Sólo depende de
tu voluntad y tu capacidad de poner en práctica la empatía. Así es como luego
de vivirlo en carne propia, he tomado como principio de vida una frase que
pronunció un abogado norteamericano del siglo XIX, pionero defensor de los
derechos animales, George T. Angell:
"A veces me preguntan: ¿por qué
inviertes todo ese tiempo y dinero hablando de la amabilidad con los animales
cuando existe tanta crueldad hacia el hombre? A lo que yo respondo: estoy
trabajando en las raíces".
Foto del afiche de la película Earthlinks. Un buen comienzo para comenzar a practicar la empatía.